"Leo, un niño imaginativo, aprende a aceptar la realidad y a valorar lo que tiene después de que su castillo de arena es destruido por el mar. Este cuento refuerza valores como la resiliencia, la aceptación, la humildad y el amor fraternal."
Érase una vez un niño llamado Leo, que vivía en una ciudad cerca del mar. Leo era un niño muy bueno, inteligente y simpático. Le gustaba mucho ir al colegio, jugar con sus amigos y ayudar a su familia. Tenía una hermana pequeña llamada Luna, a la que quería mucho y cuidaba siempre.
Un día, Leo y su familia fueron a la playa a pasar el día. Leo estaba muy contento, porque le encantaba el mar y la arena. Se llevó su cubo, su pala y su rastrillo, y se puso a construir un gran castillo de arena. Quería hacer el castillo más bonito y más grande de toda la playa.
Mientras trabajaba en su castillo, Leo se imaginaba que era el rey de aquel lugar, y que todos los demás niños eran sus súbditos. Se imaginaba que tenía un trono de oro, una corona de diamantes y una capa de terciopelo. Se imaginaba que todos le obedecían y le admiraban, y que nadie podía hacerle nada malo.
Leo estaba tan absorto en sus fantasías, que no se dio cuenta de que el tiempo pasaba y que el sol se iba poniendo. Tampoco se dio cuenta de que la marea subía y que las olas se acercaban cada vez más a su castillo. Solo se dio cuenta cuando una ola gigante llegó hasta su castillo y lo destruyó por completo.
Leo se quedó mirando con horror cómo su obra se deshacía en el agua. Se sintió muy triste y muy enfadado. Se echó a llorar y a gritar, y no quiso escuchar a nadie. Ni siquiera a su hermana Luna, que se acercó a consolarle y a decirle que podían hacer otro castillo juntos.
Leo se negó a hacer otro castillo. Dijo que no quería jugar más, que no quería estar en la playa, que quería irse a casa. Dijo que su castillo era el mejor del mundo, y que nadie podía hacer uno igual. Dijo que era el rey de la playa, y que las olas no tenían derecho a arruinar su sueño.
Su padre se acercó a él y le abrazó con cariño. Le dijo que entendía su enfado y su tristeza, pero que tenía que aceptar la realidad. Le dijo que los castillos de arena son muy bonitos, pero también muy frágiles, y que el mar es muy fuerte y muy impredecible. Le dijo que no podía controlar lo que pasaba en el mundo, pero sí cómo reaccionaba ante ello.
Le dijo que era normal tener ilusiones y sueños, pero que también había que ser realista y prudente. Le dijo que no podía esperar que todo saliera como él quería, y que tenía que estar preparado para los imprevistos y los fracasos. Le dijo que lo importante era disfrutar del momento, y no aferrarse a lo que no podía ser.
Le dijo que era un niño maravilloso, y que no necesitaba ser el rey de nada para ser feliz. Le dijo que tenía muchas cosas buenas en su vida, como su familia, sus amigos, su salud, su inteligencia y su bondad. Le dijo que lo quería mucho, y que estaba orgulloso de él.
Leo escuchó las palabras de su padre, y poco a poco se calmó. Se secó las lágrimas, y le dio las gracias. Se dio cuenta de que su padre tenía razón, y de que había sido un poco egoísta y caprichoso. Se dio cuenta de que su castillo de arena no era tan importante, y de que podía hacer otro cuando quisiera. Se dio cuenta de que lo que de verdad importaba era estar con su familia, y ser feliz con lo que tenía.
Leo se levantó y cogió la mano de su hermana Luna. Le dijo que lo sentía, y que quería jugar con ella. Le dijo que le ayudaría a hacer otro castillo, y que lo harían más bonito y más grande que el anterior. Le dijo que le quería mucho, y que era la mejor hermana del mundo.
Luna le sonrió y le abrazó. Le dijo que no pasaba nada, y que también le quería mucho, que le gustaba jugar con él, y que era el mejor hermano del mundo.
Los dos se pusieron a trabajar en su nuevo castillo, y se lo pasaron muy bien. Se olvidaron de las olas, del sol, y del tiempo. Solo se fijaron en su castillo, en su juego, y en su alegría.
Y así fue como Leo aprendió a aceptar la realidad, a no hacerse ilusiones antes de tiempo, y a ser feliz con lo que tenía.
FIN